El hecho de compartir el mismo Libro santo que los unos llaman Torá y los otros Antiguo Testamento no ha sido ni mucho menos, a lo largo de la Historia, el punto de encuentro que cabría esperar.

Por el contrario, se ha asistido durante casi dos milenios a un conflicto entre ambas partes; la ruptura se consumó en el año 66 y alcanzó su punto álgido en la Edad Media, cuando, por ejemplo, llegó a quemarse el Talmud, acusado de brujería en una plaza de Grève (Francia) en 1242.

Ha sido precisamente el Talmud el que originó el conflicto. La interpretación que hace de la Biblia más las afirmaciones peyorativas sobre la figura de Jesús, al que se le describe como el hijo de un legionario romano y dedicado a practicar gemonías, desató, sin duda, el conflicto.

Los judíos siempre se han negado a reconocer el mesianismo de Jesús porque, en su concepción, el Mesías es un personaje carismático y pacificador, tampoco pueden admitir a un Dios torturado y asesinado por los romanos, ya que a sus ojos esto es la encarnación del paganismo.

Por su parte, el cristianismo considera que la llegada de Cristo abolió el cumplimiento estricto de la Ley, la cual fue encarnada por la fe. El ataque de los judíos a la nueva Ley y a su persistente observancia, fijado por el Talmud, explica la representación de la sinagoga con los ojos vendados que se difundió en la cristiandad durante la Edad Media.

Lo que separa a los cristianos de los judíos es esencialmente la figura de Cristo, por un lado, y la preceptiva del Talmud, por otro.

Paul Ricoeur, filósofo contemporáneo, resume el conflicto de la siguiente manera: «Para el judaísmo, la relación del hombre con Dios está mediatizada por la Torá, y para el cristianismo por la persona de Cristo».

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